Afecta a casi toda la actividad industrial, del automóvil a los videojuegos o los teléfonos móviles. Y lo más grave de todo: nadie sabe cuándo acabará. La crisis de los microchips ha estallado en el peor momento: cuando se juntan la sexta ola de la pandemia, la burbuja de los gastos de transporte y diversos infortunios imprevisibles -un incendio en Japón, una tormenta en Texas...- que obligaron a cerrar fábricas.
Pero, en realidad, el problema estaba condenado a reventar antes o después: una sola empresa fabrica más de la mitad de chips en el mundo, mientras que Europa no llega al 10% de la producción mundial. En tiempos de vacas flacas, quedamos a expensas de las decisiones de los países asiáticos, en especial China.
¿Hay solución? Sí, pero no a corto plazo. Todo lo que se invierta ahora tardará años en verse reflejado en la producción industrial. Europa intenta a la desesperada alcanzar el tren que dejó pasar cuando renunció a fabricar los actuales chips de silicio en su territorio.
Pero aún más importante será liderar la próxima generación de circuitos, en la que tendrán un gran protagonismo materiales como el grafeno, cuyas asombrosas propiedades comienzan a saltar del laboratorio a la vida diaria. La Unión Europea ya apuesta fuerte por esta nueva tecnología, aunque los tradicionales semiconductores de silicio seguirán siendo esenciales a medio plazo.
«Reemplazar al silicio, ahora mismo, es muy complicado», reconoce Raúl Arenal, investigador ARAID en el Instituto de Nanociencia y Materiales de Aragón (INMA, CSIC-Universidad de Zaragoza). «El silicio está funcionando bien: es un material que se controla muy bien, en términos de pureza, y el coste es muy bajo. Una vez que se ponen esos puntos en la balanza, es difícil de batir. Sin embargo, desde hace décadas, se están buscando alternativas al silicio, y más aún en los últimos años, porque se está alcanzando el límite físico para reducir los tamaños de los transistores».
Aprender de tus errores es de sabios. Y el grafeno, podría ser un plan B para futuras crisis
Una de las principales alternativas está en los llamados materiales bidimensionales (2D): es decir, aquellos que pueden aislarse en una lámina de un solo átomo, por lo que prácticamente carecen de grosor. El grafeno, compuesto por una red hexagonal de átomos de carbono, es el más popular. Los microchips de este material podrían, algún día, sustituir a los de silicio, pero no será en los próximos años. Aún queda por investigar y, sobre todo, habrá que lograr que puedan fabricarse de forma fiable y a un coste aceptable.
«Europa está bien posicionada en investigación de grafeno y desarrollo de tecnología, se están dando los pasos correctos», comenta Amaia Zurutuza, directora científica de Graphenea, una compañía donostiarra especializada en este material. De hecho, la UE invirtió 1.000 millones de euros en 2013 para impulsar durante 10 años la tecnología del grafeno. Desde hace un año, ya operan tres líneas piloto que lo fabrican. «Queremos demostrar que tiene esa ventaja competitiva, que puede hacer lo que queremos dentro de los chips, vamos en el camino correcto», afirma Zurutuza.
No siempre fue así: en Europa costaba más producir los chips, así que se externalizó toda la producción a Asia. «Igual no fue la estrategia correcta, deberíamos haber dejado un núcleo pequeño para poder hacer suministro local», admite Zurutuza: «Yo creo que Europa se ha dado cuenta ahora de que la estrategia que tomó en ese momento no era la correcta y quiere hacer las cosas bien. Ha estado invirtiendo en materiales prometedores para el futuro. Aprender de tus errores es de sabios. Y el grafeno podría ser un plan B para futuras crisis».
Antes, quizá en los próximos cinco años, el grafeno impactará en otras tecnologías, como los sensores biomédicos y las cámaras de visión nocturna. Además, es muy probable que forme parte de la siguiente generación de microchips: el grafeno, en este caso, potenciaría al silicio, no lo reemplazaría totalmente.
«Es posible fabricar circuitos electrónicos únicamente con materiales bidimensionales, de hecho ya existen algunos prototipos, pero a día de hoy están a años luz en integración, costes, fiabilidad y eficiencia de los obtenidos con la tecnología actual de silicio», indica Francisco Gámiz, director del Laboratorio de Nanoelectrónica, Grafeno y Materiales Bidimensionales de la Universidad de Granada.
La producción está concentrada en un par de compañías asiáticas. TSMC, en Taiwán, fabrica más del 50% de los chips de todo el mundo
El problema, en cualquier caso, nunca ha sido la escasez de materia prima, ya que el silicio sobra en la Tierra -es el segundo elemento más abundante en la corteza terrestre después del oxígeno-, sino que las fábricas están mal repartidas. «La producción mundial está concentrada en un par de compañías en el sudeste asiático: TSMC en Taiwán y Samsung en Corea», señala Gámiz, antes de recordar un impactante dato: «TSMC fabrica más del 50% de los chips de todo el mundo».
La respuesta a la crisis se encuentra, por tanto, en obtener una mayor autonomía, junto al liderazgo suficiente para no perder el próximo tren tecnológico.
El modelo actual se basa en la separación entre empresas fabless (sin fábrica), que diseñan los productos, y compañías foundry (fundiciones), que fabrican los circuitos. Así, Apple sería fabless y TSMC foundry. Cuando va todo bien, nadie repara en las empresas foundry; sólo cuando se rompe la cadena de suministro, como ahora, se pone de manifiesto su imprescindible labor.
«La solución para Europa sería construir una gran foundry que pudiera fabricar todos los diseños de las muchas empresas fabless europeas, pero eso pueden ser miles de millones de euros», dice Gámiz. «Y, luego, mantener la inversión durante los primeros años, hasta que empiece a ser rentable... si es que alguna vez lo es».
Lo más probable es que esa supuesta empresa nunca pudiera competir en precios con la poderosa industria semiconductora del sudeste asiático. «Sin las ayudas o subvenciones de los gobiernos, sería imposible», admite Gámiz. «Pero esto supondría subvencionar a empresas privadas, lo que no está permitido por la normativa de la UE».
¿Cómo escapar, entonces, del galimatías logístico, empresarial y burocrático que nos ha dejado sin chips? «Una de las soluciones pasa por crear conciencia social de que la industria de los semiconductores es de interés social, sin importar el coste», razona Gámiz. «Es decir, transmitir a la opinión pública que es necesaria, imprescindible. Me temo que Europa sólo reacciona cuando hay una fuerte demanda social, como acabamos de aprender con las vacunas del coronavirus. Hasta que la población en general no considere que la industria de los semiconductores es imprescindible, no hay nada que hacer. De hecho, ya se están haciendo algunos movimientos en Europa para producir semiconductores».
Sin embargo, alertan otros expertos, en el Viejo Continente no sólo se ha descuidado la fabricación, sino también la propiedad intelectual, especialmente en el campo de los microprocesadores: es decir, los chips de mayor valor añadido. «Ahora, se intenta desandar ese camino buscando la soberanía tecnológica en ambos ámbitos», señala Luis Fonseca, director del Instituto de Microelectrónica de Barcelona (IMB-CNM, CSIC). «Pero se trata de actuaciones que llevan su tiempo, de forma que es posible que, cuando estén maduras, la situación haya vuelto a la normalidad».
El futuro puede deparar nuevas y peores disrupciones geopolíticas, como un conflicto entre China y Taiwan
Lo que no significa, según él, que quedarse de brazos cruzados sea buena idea. «La crisis actual, tanto de producción como de distribución, ha demostrado los peligros y limitaciones que tiene centralizar la fabricación de dispositivos críticos -o que se revelan críticos en un momento dado, como las mascarillas- lejos de sus puntos de uso finales», analiza Fonseca.
«Ya se han visto las orejas al lobo de la dependencia tecnológica», añade. «Y el futuro puede deparar nuevas y peores disrupciones geopolíticas, como un conflicto entre China y Taiwán, por ejemplo. Además, las cadenas de distribución globales también pueden verse afectadas seriamente por las consecuencias del cambio climático».
En otras palabras, nada invita a pensar que la crisis de los chips vaya a ser la última, ni la peor, a la que nos enfrentaremos. Un modo de aliviar el problema, propone Fonseca, «sería desarrollar los chips de baja complejidad que tantas industrias están echando de menos, y que no requieren de infraestructuras de fabricación -las llamadas salas blancas- extraordinariamente complejas y costosas. Crear una red de salas blancas con costes de operación más reducidos, que fabricaran circuitos integrados poco complejos pero esenciales, permitiría poder garantizar su suministro a nivel regional con menor exposición a vaivenes político-económicos».
Aunque, más allá de las estrictas necesidades de producción, Fonseca considera que la red debería complementarse con otras salas de mayor complejidad, que permitieran impulsar la I+D en la industria local, así como la formación de personal altamente cualificado. El reto, al fin y al cabo, no es sólo poder adquirir los circuitos integrados que necesitamos, sino recuperar el protagonismo científico y tecnológico para no volver a quedarnos descolgados.